Era
un día frío y lleno de viento. Un día de los últimos días del mes de diciembre.
Un día triste, aún más que otros días. Él se encontraba en la solitaria playa,
sentado y con los pies descalzos enterrados en la fría arena. Pies que tanto caminaron
todos estos 70 años. Él estaba solo, más solo que de costumbre. Veía el hermoso
Sol esconderse tras aquel mar. Aquél aliento marino, olor a sal, olor brisa,
brisa que golpea refrescando el dolor de su alma. La brisa restregada en su
cara arrugada. Brisa que le muevo los cabellos blancos y delgados. Escuchaba
las olas azotar contra las piedras y la costa. Aquel sonido inconfundible que
le trajo recuerdos y memorias de canciones. Una canción tras otra canción
sonaban en su cabeza. Todas aquellas canciones que le dedico sólo a ella. Cerró
sus cansados ojos, apretó sus desgastados labios, estrechó sus manos viejas y
arrugadas, manos que habían tocado de todo, manos expertas, manos con años. Sí,
la juventud había quedado muy atrás. Suspiró otra vez y recordó y revivió
momentos y de repente ella estaba ahí. Sentada junto él, mirando al Sol irse
como lo hacía él, joven, hermosa, con los cabellos largos, oscuros y al aire y
usaba su vestido amarillo. Ella enredaba sus manos entre los brazos de él.
Él
sintió su aroma, ese perfume tan indiscreto que se incrustaba en su memoria,
sus manos, su piel, su voz que lo llamaba, su mirada, sus ojos.
Pero
abrió los ojos y estaba solo de nuevo. Recordó aquel viaje a Paris en 1985, los
conciertos a los que fueron, las fiestas que hicieron y a las que asistieron.
Sonrió y la llamó con pensamiento. Después de cerrar los ojos otra vez, la vio
ahí; acostada como aquella noche, tierna, desnuda, pura, esperando solamente
por él. Recordó el cumpleaños número 50, recordó las primeras canas en su
cabeza.
Deseó
tenerla, abrazarla y besarla como hace tan sólo tres meses lo hacía. Pero
maldijo al mundo, lo maldijo con fuerzas por no poder abrazarla y tenerla. Ella
era la mujer que lo había acompañado por más de 40 años. Era parte de él.
Recordó aquel viaje a Roma, los hijos, los nietos, la primera casa que
compraron Las tardes de otoño con el frío que se hundía hasta sus huesos, ellos
dos caminando por el parque aplastando las hojas secas. Recordó las noches de
diciembre, más frías aún. Recostados frente a la chimenea, aquellas navidades
con la familia, los funerales y los nacimientos. Aquel perro que compraron
justo tres meses después de casarse y que murió 13 años después. Recordó las
tardes de verano, en especial aquella tarde en esa misma playa donde él estaba
ahora. Recordaba un paisaje igual; el Sol metiéndose, las olas cual toros
azotándose fuertes y furiosas. Ella estaba parada frente de él, con escasos
veinticinco años, con los pies hundidos en el agua. Mirándose, sonriéndose, besándose,
repitiéndose, una y mil veces que se amaban y después… Esa noche… Entregándose
el uno al otro, amándose una y mil veces hasta ver el Sol salir. Eran aquellas
las mejores tardes, las mejores noches, cuando sentían que el mundo era suyo y
nadie ni nada los podía separar nunca.
Pero
abrió los ojos empapados de lágrimas, lágrimas feroces, incesantes y con ganas
de hacer ríos en sus mejillas.
Se
levantó y se sacudió el pantalón, dio un suspiro más largo. Echó el último
vistazo a aquel mar y a aquel Sol que ya casi no estaba ahí y dijo adiós a
aquellas olas.
Llegaría
a la solitaria y fría casa y esa noche, como era de esperarse, como era ya
costumbre, quitaría las cobijas de la cama y dormiría con dos enormes
almohadas. Al despertar, sin nadie a su lado, después de tomar una ducha,
alimentaría al viejo canario, que no se cansaba de cantar y ensayar la canción
que le cantaría a ella cuando estuviera de regreso. Alimentaría a aquel viejo canario, cansado, como él, de no verla.
Podaría, después, aquel viejo árbol. Viejo, muy viejo. Árbol que había plantado
ellos dos tantísimos años atrás, cuando sólo era una pequeña y débil rama y
ahora que ella no estaba era un árbol grande, alto y fuerte que a pesar de los
años seguía tan vivo y alegre como antes… Pero viejo. Viejo y arrugado como él,
como lo era ella, como es su amor.
Se sentaría, después, a tomar a café agrio y sinsabor, mientras escuchaba aquellos vinilos con los que se hacían bailes e interminables cantos entre él y ella, años atrás. Y… como siempre… Esperaría su regreso ¿o su reencuentro? Sí, eso, esperaría reencontrarse con ella ahí, solo, viejo, lleno de recuerdos. Esperaría volver a verla, esperaría por ella. Esperaría morir… Esperaría… La muerte.
María Fernanda García Téllez
No hay comentarios:
Publicar un comentario